Cuidadosofía: una introducción a la relación entre cuidado y filosofía
(1) Lapicero Blanco
(2) Grupo MISKC (Universidad de Alcalá). Equipo de Atención Primaria Meco (SERMAS)
Resumen: A primera vista, uno podría pensar que la filosofía tiene más bien poco que decir al respecto de la enfermería. Ésta tampoco parece, en principio, tener mucho que decir respecto de la primera. Sin embargo, un vistazo más a fondo respecto de la cuestión nos revela que esto dista bastante de ser claro. Aquí no nos vamos a limitar a defender en abstracto la existencia de una relación entre la enfermería y la filosofía entendidas como disciplinas autónomas, ni tampoco a esbozar las vías por las que se podrían relacionar la una y la otra. Por el contrario, pretendemos dar cuenta de una interacción que ya se ha producido entre ambas, a modo de reflexión conjunta, en torno a muy diversos temas, pero solo a dos entidades: el grupo MISKC de investigación y Lapicero Blanco. El lugar común resultado de esta sinergia, donde se enmarcan las reflexiones realizadas hasta la fecha, se sale de los ámbitos clásicamente propios tanto de la filosofía como de la enfermería para constituirse como uno propio: el de la cuidadosofía.
Pablaras clave: filosofía; cuidado; salud; conocimiento;
Abstract: At first glance, one might think that philosophy has rather little to say about nursing. This one does not seem either, in principle, to have much to say about the first. However, a closer look at the issue reveals that this is far from being clear. Here, we are not going to limit ourselves to defend in the abstract the existence of a relationship between nursing and philosophy understood as autonomous disciplines, nor to outline the ways in which one could relate to the other. On the contrary, we intend to account for an interaction that has already taken place between the two, as a joint reflection, around very different topics, but only to two entities: the MISKC research group and Lapicero Blanco. The common place resulting from this synergy, where the reflections made up to date are framed, goes beyond the classical ambiences of both philosophy and nursing to become one by itself: that of cuidadosofía.
Introducción
En los años que llevamos investigando, pese a que no hayan sido muchos, el grupo MISKC y Lapicero Blanco hemos venido realizando diversas reflexiones que nos han servido para acercarnos a algunos problemas, abrir horizontes de pensamiento y encontrar diversos puntos de relación entre la enfermería y la filosofía. Estas reflexiones han sido apasionantes y los puntos de convergencia encontrados sin duda prometen ser fructíferos. Por todo esto consideramos necesario dejar por escrito algunas de las ideas y planteamientos que han surgido o que están empezando a aparecer como consecuencia de esta interrelación entre enfermería y filosofía: cuál es el resultado, hasta el momento, de esta sinergia.
Como grupo, solemos lamentarnos de lo poco que esta colaboración ha quedado fijada por escrito y es que, a veces, al conocimiento le sucedería como a las estatuas de Dédalo que, estando en movimiento (o, al menos, aparente movimiento), parecería que se fueran a escapar en cualquier momento (1) (Platón, 1871). Sin embargo, nuestro objetivo para el presente artículo no será solo fijar lo ya hecho hasta ahora de manera que quede constancia de ello, sino, precisamente, garantizar que las reflexiones aquí vertidas puedan tener algún rendimiento en el futuro. En este sentido, proponemos que este texto sea visto como una caja de herramientas y no meramente como un acta. Teniendo esto en mente, cabe advertir al lector respecto del presente texto, que seguirá un formato argumentativo y ensayístico en lugar de meramente expositivo. Lo que sigue es, por tanto, una reflexión respecto de lo surgido hasta el momento de esta sinergia entre dos perspectivas: la filosófica, que es la que ha venido aportando Lapicero Blanco, y la “cuidadológica” (2) (Brito Brito, P.R., 2017). concretamente desde el campo y la perspectiva de la investigación en Enfermería. Quizá, de ahora en adelante, al conocimiento generado de este punto de intersección podamos llamarle “cuidadosofía”.
Este término, fruto de una acronimia entre “filosofía” y “cuidado”, mantiene dos nociones fundamentales en nuestras reflexiones. Una es la que parte de “cuidado”. Conviene recordar que es una palabra que proviene del latín “cogitatus”, cuya traducción más directa sería “pensamiento”. “Cogitatus”, a su vez, es el participio del verbo “cogitare” que es una derivación con el prefijo “co”, que expresa conjunción, de “agitare” (poner en movimiento). “Agitare” tiene que ver con “agere” que puede traducirse como “hacer avanzar”, “tratar” o “actuar”. Pues bien, “cuidado”, como exhibe su etimología, es una palabra que hunde profundas raíces en el terreno arado por el pensamiento y la reflexión y que, por ello mismo, está regada por el agua prístina del tratar, el hacer avanzar y el conducir o el guiar (la partícula ag- indoeuropea). Siendo así que añadirle “sofía” (la segunda de las nociones fundamentales), que es una palabra griega que se traduce como “sabiduría”, parecería una reiteración innecesaria. Pero, “sabiduría” tiene un matiz importante que no ofrecen otras palabras como “ciencia” o sufijos como “-logía”. La “sabiduría” siempre refiere a un conocimiento no disciplinado, no necesariamente metodológico; de hecho, recuerda más a una actitud o una forma de afrontar la existencia que a la pura investigación. De esa forma, “cuidadosofía” sería una suerte sabiduría, un conocimiento para afrontar la existencia, orientado a la reflexión del que conduce, guía y trata, en el sentido más genuino de esos términos. También es la inversa: conducción, guía y tratamiento del que, mediante la reflexión, ha de conocer para afrontar la existencia.
La conexión entre filosofía y cuidado
La cuestión del cuidado a lo largo de la historia de la filosofía, así como en la filosofía académica e institucionalizada ha sido y es central, y tiene que ver fundamentalmente con reflexiones en torno a la condición humana y la ética (aunque también, como no, en torno a la ontología). Desde el punto de vista de la enfermería, muchos autores defienden que éste debería ser el concepto fundamental de la misma, ora desde la perspectiva de la tercera persona (el cuidado es algo así como el objeto de estudio de los investigadores en Enfermería), ora desde la primera (el cuidado es también una categoría que apunta al compromiso). Es por esto que nuestro objetivo no es abordar la cuestión del cuidado desde un ámbito estrictamente filosófico, así como tampoco desde el lugar en el que clásicamente ha sido abordado desde la tradición de la literatura enfermera, sino hacerlo desde la intersección entre ambos lugares.
En este sentido no podemos dejar de recordar las dos ediciones (2016 y 2017) del curso de verano “El cuidado de Sofía”, realizadas en la Universidad de Alcalá, así como el ciclo de seminarios y otras tantas actividades que se realizaron durante el pasado curso en el Máster GACAE (también de la UAH) como acontecimientos de encuentro y diálogo entre ramas del saber. Pese a que, en ambos casos, el punto de partida fuese la filosofía y por lo tanto se trataran autores, temas y problemas filosóficos, más que problemáticas propiamente enfermeras, en todo momento se logró, en los debates llevados a cabo en estas mismas sesiones, una dinámica sinérgica de reflexión en conjunto. Esta interrelación de la que hablamos toma, después de la unidireccionalidad inicial, la forma de una relación de ida y vuelta entre ambas disciplinas, o, con otras palabras, de una relación dialéctica. Estos dos saberes, la filosofía y la enfermería, diferenciables en cuanto a paradigmas, métodos, prácticas y desarrollo histórico, reflexionan conjuntamente para dar lugar a un conocimiento que no resulta asimilable claramente a ninguna de las dos. No se trata de un conocimiento enfermero, dados los paradigmas clásicos; tampoco se trata de un conocimiento meramente filosófico o doxográfico en el que hacemos un registro de opiniones. Si el lector es más aficionado a la literatura de corte anglosajona o de filosofía de la ciencia, no estaríamos errando si dijésemos que la relación establecida apunta hacia el paradigma de la investigación transdisciplinar, en la cual dos grupos de investigadores de procedencia distinta llegan a resultados en común y gracias a la interrelación de sus conocimientos.
¿Cuál es la reflexión ética sobre el cuidado, cuál es la reflexión desde el cuidado sobre la ética?
La relación de ida y vuelta entre la filosofía y la enfermería se podría tematizar también como una relación de ida y vuelta entre la ética y el cuidado, representando la ética a la filosofía y el cuidado a la enfermería. Se puede ver, de esta manera, la relación comprendida como una reflexión ético-filosófica sobre el cuidado y una reflexión desde el cuidado sobre la ética y la filosofía. Tanto en un sentido como en otro se encauzan numerosas de nuestras reflexiones, las cuales trataremos de desarrollar a partir de aquí. Comenzaremos, en primera instancia, por las reflexiones que se pueden situar en el lado de la ida, es decir, en aquel que va desde la ética hacia el cuidado, para posteriormente ocuparnos de las que se desplazan desde el lado del cuidado hacia el de la filosofía o la ética.
Cuando uno piensa en las reflexiones filosóficas respecto del cuidado, una primera parada inevitable se encuentra en la filosofía helénica. Y es que este es, además, uno de los temas que han sido recurrentes en todo el tiempo de investigación colaborativa, profundizando en cada ocasión en una de las escuelas que componen este heterodoxo grupo. Pero conviene puntualizar quienes son estos helénicos (3). Se agrupa en esta categoría, históricamente, a una serie de escuelas que surgen en el s. IV a. C., cuando Alejandro Magno, el Macedonio, comienza sus expediciones (el comúnmente llamado “periodo de decadencia” de la polis griega) y se desarrolla hasta el año 30 a.C. (el suicidio de Cleopatra, reina de Egipto). Ahora bien, filosóficamente cubren ese periodo que va desde Sócrates, Platón y Aristóteles hasta el auge del cristianismo en la Edad Media, y la consiguiente, casi total, reclusión de la filosofía en los monasterios y universidades en el periodo de la escolástica. Encontramos nombres como Diógenes, Epicuro, Séneca, Pirrón, Zenón de Citio… Todos son habitantes, y caerán bajo la influencia de los grandes imperios mediterráneos de finales de la Antigüedad, como son el de Alejandro Magno (y los que resultan de su descomposición: seleúcidas, ptolemaicos, antigónidos…) y el romano, que acabará con los restos de aquél. Convivirán con el nacimiento de la -así llamada- “secta cristiana” y muchos de ellos terminarán convertidos a ésta, siendo el caso más señero el de Agustín de Hipona.
Pese a las diferencias que los separan, podemos encontrar una característica común a todos: su concepción de la filosofía. Y es que todas estas escuelas conciben la filosofía no meramente como un ejercicio teórico o como resultado del pensamiento abstracto, sino que para ellos la filosofía es, ante todo, una forma de vida (4). Recogen, en este sentido, la herencia socrática, pero se diferencian de ésta, primero, con el reconocimiento de una decadencia (la de la Grecia clásica y la polis) y, segundo, con el hallazgo de que tal decadencia supone, a la vez, una apertura. Frente a la polis, las grandes estructuras imperiales fuerzan a ampliar la reflexión o a recluirla. Pues, ¿qué es un imperio? El imperio no es, aunque así pueda llegar a pensarse, una unidad cultural. La unidad de cualquier imperio siempre es administrativo-burocrática. Procesos como la latinización o la helenización no tienen otro objetivo que el de hacer más hábil tanto la recaudación de impuestos como la aplicación de la ley y el reclutamiento. Es por eso que se puede detectar cierto estupor en las primeras escuelas helénicas de este periodo (que eran griegas); y es que el bárbaro ya no puede ser considerado como un esclavo o un ser que está fuera de la polis (entre las bestias y los dioses), esto es, ya no puede ser distinto de un humano. Ese estupor no sería otra cosa que una reacción al cosmopolitismo de los imperios, a la multiculturalidad imperial. Ante eso siempre caben los dos movimientos ya comentados: uno de apoyo y participación de la estructura imperial (adaptación y apertura), y otro de huida y protesta (rechazo o reclusión).
Es así que las enseñanzas más importantes de estas escuelas no podrán sino convertirse en una práctica. Esto no quiere decir que los filósofos anteriores obviasen la dimensión práctica de la enseñanza y aprendizaje de la filosofía. Por ello la dimensión de la práctica será al mismo tiempo una continuación de los proyectos griegos clásicos (Sócrates, Platón y Aristóteles) y una reubicación de los mismos (3). El objetivo es descubrir lo que es necesario para llevar una vida buena. El problema es que, en el periodo clásico, a “vida buena” se añadía un epíteto: “en la polis”; y esto ya no es posible para aquellos que viven bajo el paraguas de un imperio. La polis era más que una estructura administrativa; era también una entidad dadora de sentido. Cabe, entonces, tras su desaparición, el formular nuevas entidades dadoras de sentido e incluso nuevos sentidos para la vida buena. Teoría y praxis van a estar orientadas, pues, en virtud de esto. Ello no nos debe llevar a pensar que anteriormente la filosofía era meramente un ejercicio teórico y aséptico. Es un error trazar una distinción tajante entre los filósofos helénicos propiamente hablando y sus antecesores. La filosofía antigua siempre supuso una manera de vivir, aunque algunos historiadores hayan obviado este componente. Desde Sócrates (e incluso antes, por la escuela pitagórica), siempre tuvo este carácter (incluso en Aristóteles el discurso filosófico supone una transformación del espíritu). El rasgo característico de la filosofía helénica es que este componente se acentúa y pasa inexorablemente a primer plano. Además, en todas las escuelas, especialmente en el estoicismo y en el epicureísmo, se pone el peso en la importancia de formar una conciencia de pertenencia a un todo. Los autores helénicos solían hacer una distinción (ésta es propiamente de los estoicos, pero es admitida implícitamente por los demás filósofos de otras escuelas) entre el discurso filosófico (teoría de la física, teoría de la ética, teoría de la lógica…) y la filosofía en sí misma (la forma de vida filosófica), poniendo el énfasis en lo segundo. Las consecuencias de ello es una reducción de la teoría (el caso de los cínicos es el más radical) (5) para que el discurso tuviese una alta eficacia psicológica y que siempre pudiese estar a la mano del filósofo. Lo importante, pues, no es la erudición, sino el ejercitarse en una actividad constante identificada con la vida; adoptar un modo de estar en el mundo y salirse de las fronteras de la subjetividad para adoptar el punto de vista de pertenencia a un todo. La filosofía para los helénicos es, entonces, una concentración de la atención en la cual hay que ejercitarse, y ello no es otra cosa que el cuidado de sí, indesligable, como se puede deducir de la remisión que hacen a un punto de vista no meramente yoico, del cuidado de los demás. Es, por eso, que el cuidado pasará a ser una de las consideraciones principales de la reflexión en estas escuelas (6, p. 240).
Este énfasis en la filosofía como forma de vida que va unido a su rechazo de la teoría por la teoría conllevará un olvido bastante generalizado de los helénicos por parte de muchos historiadores de la filosofía. Los estoicos, epicúreos, cínicos o escépticos serán relegados a un segundo plano de la historia de la filosofía occidental (si por “occidental” entendemos “europea” y si por “europea” entendemos, a su vez, “franco-germánica” a partir de la Edad Media) (7). El propio Karl Marx en el s. XIX en su tesis doctoral acerca de la filosofía de la naturaleza en Demócrito y Epicuro ya era consciente de los injustos prejuicios adheridos a estos filósofos, prejuicios que prácticamente llegan hasta nuestros días: “A los epicúreos, estoicos y escépticos se les considera casi como un complemento inadecuado, sin ninguna relación con sus vigorosos antecesores. La filosofía epicúrea sería un agregado sincrético de la física democrítea y de la moral cirenaica; el estoicismo, una mezcla de la especulación cosmológica de Heráclito, de la concepción ética del mundo de los cínicos y hasta un poco de lógica aristotélica; el escepticismo, finalmente, resulta el mal necesario opuesto a tales corrientes dogmáticas. Se vinculan así sin advertirlo, esas escuelas filosóficas a la filosofía alejandrina, convirtiéndolas en un eclecticismo estrecho y tendencioso. La filosofía alejandrina, en último término, es considerada como una extravagancia, una desintegración absoluta, un desorden, en fin, donde se podría, a lo sumo, reconocer la universalidad de la intención” (8, pp. 8-9).
Con esto llegamos a la segunda parada en las reflexiones de ida entre filosofía y cuidado: el pensamiento heideggeriano. Heidegger es un pensador que ha tenido una gran presencia (quizás incluso desmedida) en las reflexiones conjuntas que hemos llevado a cabo entre enfermeros y “filosofandos”. Y es razonable que sea atractiva su consideración sobre la Sorge (o cuidado) como la categoría fundamental del Dasein (el ser-ahí); esto es, si se piensa ligeramente: el cuidado como categoría fundamental del ser humano (9, p. 50). Pero aquí conviene matizar un poco. En primer lugar, porque “Dasein” no es un término que sature plenamente el mismo referente que es saturado por “(lo) humano”. Heidegger no nos ofrece con ello ni una descripción precisa ni un concepto: siempre hay que coger con alfileres sus afirmaciones porque su pretensión final no es tanto decir cómo son las cosas como poner sobre la mesa ciertas condiciones de posibilidad para que se dé una experiencia (¡de conversión!, mire usted por dónde). El Dasein no es, entonces, idéntico a lo humano, sino que es algo que el humano potencialmente es (o bien algo que lo humano no puede ser nunca). El Dasein es, por decirlo de una forma literal, “el humano como ventana a la pregunta por el Ser”. El Dasein es así la única posibilidad de que la pregunta por el Ser pueda ser siquiera planteada: es la única manera de evitar el olvido del Ser por la metafísica. El Dasein en definitiva es un ente que acomete una salida de sí, una salida del ámbito meramente fáctico de los entes y que se interroga por el horizonte de sentido de todos ellos.
El Dasein, además, se diferencia de otros entes en que no es meramente temporal, sino que posee la temporalidad, ya que es consciente de su propia finitud. Vive como orientado por el sentido que da la pura Nada de la que viene y la que está por venir: es un ser-para-la-muerte (9, p. 232). Y que viva orientado por ello no quiere decir algo distinto a que el Dasein asume su propia condición mortal. Por eso, todo Dasein es humano, pero no todo humano es un Dasein. No todos los humanos, ante la experiencia de su propia finitud, la enfrentan en todo su significado y la asumen como dadora de sentido. Hay seres humanos que se han dejado embaucar por relatos de huida a otra vida, y así, junto con el olvido del Ser, ha acontecido otro gran olvido que es el de la propia muerte. Y eso se acentúa más en nuestro tiempo: olvidados de nuestra muerte, siempre tenemos prisa, siempre miramos el reloj. El humano no es interesante para Heidegger: solo en tanto que puede ser el Dasein. De hecho, considerar al ser humano como principio y fin de todo, actitud típicamente moderna, es lo que ha terminado por cosificarlo, como bien señala el alemán. El ser humano moderno está “alienado”, en el sentido marxista de la palabra (aun pareciendo mentira dada su condición de nazi, Heidegger solo tuvo buenas palabras para Karl Marx como pensador) (10), y es por eso que no se hace las preguntas fundamentales y no se hace cargo de su propia muerte: no es Dasein.
En segundo lugar, cabe hacer otra matización en cuanto a la cuestión del cuidado en Heidegger, que él llama “Sorge”. Se trata de un término sumamente técnico que fue traducido al castellano por Ortega y Gasset como “preocupación” (11) con lo que se ve que, siendo un término que tiene cierta relación con una noción estricta del cuidado, pueden encontrarse algunas diferencias. Realmente “Sorge” refiere a ese hacerse cargo de la condición de Dasein. Ello significa que es un cuidarse del presente, de lo más relevante, de lo que merece ser pensado, del sentido de la propia finitud y mortalidad. Es algo así como evitar la alienación y el dejarse llevar por la influencia de lo óntico. El cuidado heideggeriano tiene que ver con superar la mansedumbre ovina de la Caída en los entes (el hablilla, la publicidad) (12) y emprender la tarea de la filosofía: la tarea de la pregunta por el Ser. Es despertar de la narcosis, del no extrañamiento del hombre con respecto de sí, y asumir plenamente y en todo su significado la certeza de la propia muerte.
Hay, pues, varios aspectos de Heidegger que sin duda pueden ser sugerentes para los investigadores en enfermería. Algunos de ellos, como la cuestión de la muerte y los límites temporales y el modo con que ello altera nuestro vivir en el mundo, claramente ya lo han sido y lo están siendo. Otros, sin embargo, han ido apareciendo en segundo plano y confiamos en que puedan ser desarrollados en un futuro. Un ejemplo de ello, en este sentido, sería la cuestión de la crítica al Humanismo: el considerar al ser humano como principio y fin de todo o entenderle como un sujeto yoico, libre, monádico e independiente, frente al mundo de los objetos. La pregunta que se hizo Heidegger en este sentido (¿hasta qué punto este dualismo sujeto-objeto no aliena al ser humano?) ha sido tremendamente sugerente para la corriente del Posthumanismo (representada por pensadoras y pensadores como Haraway, Hayles, Braidotti, Broncano…), quiénes, sin lugar a duda, beben de su pensamiento e intentan, con el pensador alemán de la mano (aunque no solo), imaginarse otros modos de concebir “lo humano” en relación con lo que le rodea; y creemos que habrá de serlo también para la enfermería. ¿Qué queremos decir cuándo hablamos de “humanización del cuidado”? ¿Cuál es la visión que se tiene del paciente (aquella persona sometida a, y sumergida en, un estado de entes sanitario) en la práctica de las ciencias de la salud? Preguntas como estas nos parecen centrales para futuras investigaciones.
Otro aspecto que ha resultado sugerente a la reflexión enfermera ha sido que Heidegger pusiese en el centro del escenario un concepto como el de “cuidado”. Pero, nunca mejor dicho, hay que tener cuidado (en el sentido de prudencia) con ello. Como antes hemos indicado, este término es tremendamente técnico y ha de ser visto como perteneciente a un proyecto mayor por parte de Heidegger. Quizá los investigadores en enfermería se hayan apoyado tanto en Heidegger en sus reflexiones teóricas porque éste habría dado con la clave de, permítasenos hablar así, la condición humana. En un sentido amplio, se puede decir que el ser humano es necesitado de cuidado (dependiente de los otros, por lo tanto), pero también un ser que cuida y tiene la capacidad de cuidar. Sin duda este presupuesto, en esta formulación tan básica, es compartido por todos los investigadores. Pero precisamente por ello no creemos que Heidegger sea un adalid del mismo. Aunque este autor sea sugerente, una tarea a futuro habrá de ser la de situarle en su justo sitio y no dejarse llevar por su retórica de profundidad. Sin duda Lapicero Blanco ha tenido parte de responsabilidad en esta confusión en torno a este gran pensador del s. XX, no contextualizando de forma más detallada qué es lo que quería decir en el manejo de ciertos términos. Por ello no es sorprendente que esta reflexión tan sui generis sobre el cuidado y el ser humano haya tenido tanto predicamento en la reflexión enfermera. El camino del conocimiento está lleno de imperfecciones y constantes aspectos a mejorar, y este es uno de ellos, con el cual nos comprometemos todos activamente. En este sentido, no queda otra que ser, una vez más, críticos: conceder y distinguir. Otras reflexiones y teorías contribuirán, sin lugar a duda, a diseñar una concepción amplia del cuidado, entendido éste como un rasgo fundamental de la condición humana, y con ello situaremos a Heidegger en su correcto lugar. Lo que nos conecta con otro aspecto que ha sido justamente tratado a lo largo de nuestros encuentros, y al que habremos de volver en repetidas ocasiones: las necesidades.
En efecto, otra reflexión que desde la filosofía ha sido interesante para la cuestión del cuidado, aunque no trate este concepto directamente, es la reflexión sobre las necesidades. Este tema no es considerado, al interior de la filosofía, como uno de los centrales del canon, pese a que es esencial para la reflexión sobre la condición humana. Por el contrario, clásicamente cuando la filosofía ha abordado este asunto de la condición humana lo ha hecho sobre todo apelando a cualidades activas tales como la razón o la voluntad, dejando de lado aspectos menos dignos (poco filosóficos, incluso) del ser humano, como puede ser la cuestión de las necesidades. Para oponernos a esto, recurrimos a Karl Marx y su teoría, el materialismo histórico. Ésta se sitúa en directa contraposición con el discurso filosófico previo sobre la condición humana, el cual enfatiza, ante todo, la razón como esencia de lo humano. La mente cartesiana como sustancia separada e independiente del cuerpo, el sujeto trascendental kantiano, la autoconciencia pura de Hegel… Prácticamente toda la Modernidad filosófica había situado a la razón como la esencia de lo humano. Ante esto, el materialismo histórico nos propone la siguiente relación: no se trata de entender al ser humano de carne y hueso a partir del ideal de la conciencia pura, sino que es la conciencia la que se ha de entender desde el ser humano viviente, de carne y hueso, que es, ante todo, un ser necesitado (13, pp. 16-22). Es importante entender la llamada de atención que Marx realiza, pues lo que nos está diciendo es que la vida común y corriente es un asunto filosófico, que la filosofía no puede ignorar ni olvidar. Por el contrario, esta vida corriente, la vida material del ser humano, es el punto de partida de toda filosofía y de toda historia.
El ser humano, antes de poder siquiera manifestar esa “conciencia pura” de la que habla la filosofía, ha de haber asegurado su supervivencia a lo largo de un continuo temporal, de haber satisfecho sus necesidades. Por eso, el primer hecho de toda historia es que el ser humano tiene necesidades que ha de satisfacer si no quiere morir (13, pp. 22-62). El segundo hecho histórico es que el ser humano trabaja (entiéndase en un sentido amplio: actúa) para poder satisfacer sus necesidades y que esto lo hace socialmente, en comunidad, dando origen así a nuevas necesidades. Este es el comienzo de toda historia: cuando el ser humano comienza a producir los medios de satisfacción de sus necesidades, es cuando se puede hablar verdaderamente de historia (en un sentido no individualista, no se trata de la suma de las historias de vida de los individuos). Ante esto, conviene aclarar lo que son las necesidades para Marx: él no concibe en ningún caso un conjunto fijado de necesidades, históricamente inmutables. Por el contrario, para él las necesidades son históricamente cambiantes, y están determinadas por las características de la sociedad en la que los seres humanos viven. Toda la sociedad y toda la historia común evolucionan de la mano de los cambios en la producción de los objetos de satisfacción de necesidades, y esto solo es posible precisamente porque las necesidades se conciben de forma histórica, es decir, porque varían históricamente. No conviene aquí que entremos por completo en la concepción del materialismo histórico, sino que nos basta con quedarnos con esta premisa fundamental de toda la teoría de Marx: que el ser humano es un ser esencialmente necesitado, y que no puede satisfacer estas necesidades de manera humana si no es en sociedad.
Todo esto ha de declinarse en su relación con la famosa “escuela de las necesidades” que, entre otras autoras, tratan Virginia Henderson, Dorothea Orem e incluso Abdellah. Asimismo, tiene una estrecha relación con la propuesta en torno a este debate de uno de los autores de este texto, el doctor Santamaría, quien concibe “lo necesario” análogamente a la forma en que algunos autores (como, por ejemplo, Guy Debord) (14, pp. 59-60) conciben las “necesidades humanas básicas”, pero con un especial ejercicio de subrayado en que ello forma parte del factum de la existencia humana, y la “necesidad” como la expresión socio-cultural de ese necesario (15, p. 52). Con ello, creemos que el debate acerca de las necesidades (y lo que ello entraña: la relación entre naturaleza y cultura, individuo sociedad…) quizás sea está la vía más prometedora, junto con la helenística, por la que la filosofía puede acercarse en un futuro a la reflexión sobre el cuidado como la que realiza la Universidad de Alcalá a través del grupo MISKC, más que la, por lo demás muy sugerente, vía heideggeriana. Es más, aunque la influencia de Heidegger pueda ser innegable y necesaria, y haya dado rendimientos (como se puede apreciar en los trabajos de Florentino Nieto y Blanca Gonzalo, en los que se relaciona a Heidegger con asuntos como la narratividad, la experiencia individual y la vivencia de las necesidades, así como con teóricas de la enfermería como Watson y Leininger) (16) (17) y pueda darlos en el futuro, cabe el abrir un camino nuevo y emocionante por la senda que transitaran los helénicos (así como sus grandes intérpretes: Foucault y Hadot y, en España, Gual y Lledó) y Marx.
Este reconocimiento de que el ser humano es un ser necesitado nos lleva a la cuestión de la dependencia, que es un problema de la filosofía y de la enfermería por derecho propio y que también ha sido un tema recurrente en las reflexiones transdisciplinares que se han realizado hasta la fecha. En este camino hemos sido acompañados de las reflexiones de nuestro querido profesor y maestro Jorge Riechmann, escritor de una ingente cantidad de libros de ensayo. Citaremos solo algunos a los que hemos venido acudiendo últimamente: Gente que no quiere viajar a Marte (18), La habitación de Pascal (19), ¿Derrotó el smartphone al movimiento ecologista? (20), Ética extramuros (21), y Tuits para el siglo de la gran prueba: disparos con parábola (este último, por su formato, es idóneo para introducirse en su pensamiento) (22). Él, en sus escritos y clases, siempre subraya lo que en su opinión (y en la nuestra) es un hecho fundamental del que debe partir toda reflexión, esto es: que los seres humanos somos seres finitos y temporales (con Rogers podríamos decir, asimismo: helicoidales). Somos vulnerables y necesitados. La Razón, pese a que ha sido glorificada a lo largo de la historia, es muy limitada, así como nuestra libertad: nos dejamos llevar por sesgos y falsas ilusiones muchas veces, y el espacio que ocupa la racionalidad en nosotros es mucho menor de lo que nos pensamos. Por ejemplo, tendemos a sobrevalorar nuestras capacidades, generándonos así la llamada “ilusión de control”, por la cual llegamos a creer que controlamos y gestionamos procesos sobre los que, en realidad, tenemos poca o nula influencia. Es por esto precisamente por lo que somos dependientes, tanto del resto como de nuestro planeta como de otros seres humanos, para poder sobrevivir: somos, de hecho, interdependientes y ecodependientes. Pese a cómo se han comportado históricamente las sociedades, que nos han llevado a formas de vida ecológicamente insostenibles, asumiendo que el mundo es lo que Ricardo Almenar llama “mundo-océano” (23) (24), es decir, una extensión ilimitada siempre creciente de terreno a explorar, explotar y ocupar; los recursos y la capacidad entrópica (de absorción de los deshechos vertidos) de nuestro planeta son limitados. Aquí es donde entra el cuidado, entendido precisamente como un acto que reconoce esta dependencia y esta finitud tanto de nosotros mismos como de nuestro planeta. El cuidado de otros (en ambas direcciones) y del planeta en el que vivimos, se vuelve necesario en tanto que reconocemos que somos interdependientes (en todo caso podemos alcanzar niveles de autonomía, pero nunca de independencia) y ecodependientes. Pues sin una sociedad justa y una relación sostenible con nuestro medio, cualquier esperanza de vida buena resulta completamente impensable.
Por detrás de todo esto ha latido lo que, a nuestro juicio, es la dimensión fundamental desde la cual la filosofía va a tratar de caracterizar el cuidado. A saber, la dimensión que permite asumir plenamente lo que significa cuidar y al mismo tiempo saberse interdependiente y ecodependiente. Esa dimensión es el compromiso. El compromiso podría ser entendido como una cuestión netamente ética, pero esto es algo que hay que matizar: quizás sea una dimensión que esté en la raíz misma de la condición humana. Fue el maestro de tantos (en el sentido fuerte y griego de la palabra), ya jubilado, Tomás Pollán, quien nos enseñó la importancia del compromiso como centro mismo de una antropología de la primera persona. Por resumir (quizá demasiado) lo que esto significa, diremos que solo podemos alcanzar nuestro Yo individual cuando nos comprometemos. Frente a la pretensión de que, mediante el conocimiento de sí (el famoso “gnóthi seautón” o “conócete a ti mismo”) y la autorreflexión, uno puede encontrar su yo más puro, lo cual es difícil porque para conocer-se uno tiene que situar-se a sí mismo como objeto y estudiar-se desde el punto de vista de un sujeto, adulterando por ello el resultado de ese proceso y no siendo sino como un otro; frente a esta pretensión: la idea de que el Yo se alcanza en el compromiso. Uno, al comprometerse, tiene que ser quien él mismo ya es y no otro: nadie puede comprometerse por uno y uno no puede comprometerse por otros. El compromiso, en tanto que reflexión práctica, es, por tanto, el punto de referencia para identificarse como un Yo, y no la reflexión teórica.
Se ve, así, cómo el compromiso es una dimensión fundamental del ser humano. Pero también se puede ver cómo supone el reconocimiento de la propia finitud: en el conocimiento o reflexión teórica de uno mismo, el lugar desde el que se habla es el de otro (yo mismo como otro), y en el compromiso, uno se sitúa en ese lugar frágil y vulnerable, con y para uno mismo, y los otros. El compromiso, entonces, es el reconocimiento fundamental de la interdependencia (y ecodependencia) del ser humano. No existe, como muestra la propia etimología de la palabra (com- tiene que ver con lo que se hace en común, “promiso” es lo prometido), instancia para un compromiso sin otro; sólo con el otro cobra sentido el compromiso y, por tanto, sólo por y con el otro uno puede ser sí mismo, puede identificarse con su Yo. Es así, también, como uno puede cuidar y ser cuidado (en el sentido de cuidar-se): mediante el compromiso. El cuidador se identifica, entonces, plenamente consigo mismo en el acto de cuidar que exige el mayor de los compromisos.
Hasta aquí hemos visto las reflexiones, resultado de diversas investigaciones, que hemos realizado desde el ámbito (no tan) estrictamente filosófico y que tienen consecuencias o implicaciones en la reflexión sobre el cuidado. Pero estas no han sido el único tipo de reflexiones que hemos llevado a cabo en este espacio común que hemos generado, sino que las hay también de al menos otro tipo: las que antes cifrábamos como pertenecientes a la relación de vuelta, y que son reflexiones realizadas estrictamente sobre la noción del cuidado, pero que de alguna manera remiten a reflexiones ético-filosóficas. Antes de entrar a hablar de ellas, conviene hacer una distinción: entre cuidado como concepto general y cuidado profesional o enfermero. Pues, pese a que decimos (con verdad) que el profesional de la enfermería se dedica al cuidado, este concepto no engloba solo al cuidado llevado a cabo por la enfermería, sino que ésta es una declinación profesionalizante de un concepto más amplio de este término. De ello están apercibidos cada vez más algunos investigadores en este campo: el cuidado no se reduce al acto de cuidado realizado por la enfermera. Éste, además, en tanto que es un concepto relativo a la condición humana, es previo a la práctica enfermera, y, de hecho, le da origen. Sobre este cuidado como categoría más general es sobre el que versaban las reflexiones anteriores, y es sobre el que versará parte de la reflexión feminista acerca del cuidado.
Ésta parte de una distinción que realiza Marx, entre trabajo productivo y trabajo reproductivo (13, pp. 23-24). El primero es el orientado a la producción de medios de vida para los individuos, el segundo va enfocado a la reproducción de estos mismos individuos. Esta división, según Marx, es la primera división social del trabajo históricamente existente, y está basada en las condiciones materiales mismas. La mujer, por el papel que tiene su cuerpo en el proceso de reproducción de los individuos (el embarazo y la lactancia, mayormente) se vio abocada a limitarse a realizar el trabajo reproductivo, que no es otra cosa que el cuidado de los hijos, mientras los hombres se ocupaban (mayormente) del trabajo productivo, generador de los medios de vida. Sin embargo, bajo esta visión subyace una diferencia fundamental entre ambas formas de trabajo: que, mientras que el trabajo productivo es trabajo generador de valor, el trabajo reproductivo aparece como trabajo que no genera valor. El trabajo útil se enfrenta al trabajo no-útil, que en este caso es el trabajo reproductivo. Esta división originaria del trabajo (que se podría llamar división sexual del trabajo) conlleva una asimetría, una diferencia en cuanto al reconocimiento que se les otorga a ambos géneros. Pues mientras que se concibe que el hombre es el que produce valor, el que produce los medios de vida y el que, por tanto, mantiene la sociedad en funcionamiento, se considera que la mujer se ocupa de un trabajo que, si bien no es necesariamente menos importante, sí que es menos valioso. La baja consideración que padece el trabajo reproductivo se extiende a las responsables históricas de este trabajo, o sea, el género femenino, la mujer; y la subordinación de una clase de trabajo al otro se convierte en una subordinación de un género a otro. Pero no nos hemos de confundir: no se trata aquí tan solo de una cuestión de desigualdad en torno al reconocimiento (aunque a veces se hagan reivindicaciones exclusivamente en relación con este asunto), sino que esto ha tenido unas implicaciones enormes a lo largo de la historia, que se han traducido en desigualdades reales (de desempeño) en muy diversos aspectos, algunas de las cuales siguen presentes hoy en día.
Sin embargo, si reconocemos, como previamente hemos hecho, la importancia del cuidado en la vida humana, encontramos una forma de resistirnos a esta jerarquización entre tipos de trabajo. El cuidado es, de esta manera, esencial para la vida humana, al igual que la producción de medios de vida, por lo que la dedicación a uno u a otro no debería servir en ningún momento de base para justificar ninguna clase de desigualdad. Sin embargo, nosotros (como muchos otros) vamos más allá de esto, al cuestionar una asunción que está a la base de toda esta problemática: que haya una conexión necesaria entre el hecho de que alguien nazca con un determinado sexo y que deba dedicarse a una clase u otra de trabajo (función o rol). Por el contrario, precisamente lo que nos enseña Marx es que esta división es, ante todo, histórica, y, por tanto, social y cultural más que natural. La mujer, entendida como aquella que se dedica al trabajo reproductivo, no es una categoría natural, sino social, cultural, e histórica.
A partir de aquí podemos situar, si no la mayor parte, sí la reflexión feminista más visible del siglo XX y del XXI. Simone de Beauvoir, Monique Wittig, Judith Butler, Nancy Fraser, Donna Haraway… Estas pensadoras van a asumir y desplegar, hasta sus últimas consecuencias esa noción de Marx de que la mujer, en tanto que “empleada” del trabajo reproductivo, no es una categoría natural (al igual como no lo es su contraparte: la relación causal entre el hombre y el trabajo productivo). “Mujer se hace y no se nace” es la expresión que dará de Beauvoir en El segundo sexo (25). a esta idea. Lo que terminan reconociendo todas estas pensadoras es que, históricamente, solo ha habido una noción de subjetividad (y de objetividad, por tanto) válida y hegemónica, desde la cual ha sido descrito todo lo demás. Pero, ¿qué quiere decir esto? Para pensarlo rápidamente se puede plantear cuál es el grupo humano que se ha encargado de la producción de conocimiento en las grandes civilizaciones durante la mayor parte de la historia. Se ve que, salvo muy pocas excepciones, han sido los hombres. Como consecuencia de ello, es desde su subjetividad desde la que se ha descrito (y, por qué no, escrito) el mundo y, con ello, a las propias mujeres. Una subjetividad -la masculina- que, en Occidente, se ligó a una idea de dominio, lo cual es expresado de forma elocuente por Bacon en el Novum Organum (26): para él conocer es dominar la naturaleza como el marido domina a su esposa. Así, el conocimiento y descripción de la subjetividad de las mujeres (el eterno femenino) por parte de los hombres es, a su vez, expresión de una forma de dominio.
Las mujeres (en tanto encarnaciones del eterno femenino) son -lo que se conoce técnicamente en filosofía como- expresión de una subalternidad: seres cuya subjetividad está determinada por otro; frente a los hombres cuya subjetividad es en gran medida (sobre todo si su masculinidad es blanca, occidental, heterosexual y burguesa) determinada desde una región propia de independencia. Una de las adscripciones que se hacen a esa subjetividad “femenina” es, como veíamos antes, el cuidado. Pues bien, desde el pensamiento feminista existen propuestas para transformar el cuidado en la categoría central de toda ética. Más allá de una ética deontológica, una de los fines o una de las necesidades (aunque sin despreciar ninguna de ellas), el pensamiento sobre el cuidado feminista nos conmina a convertir, lo que se ha pensado como categoría central de la feminidad, en el núcleo de toda subjetividad y de toda ética. Se trata de una exigencia: la ética (y la filosofía, por tanto) debe ser planteada desde la cuestión del cuidado a los otros y del cuidado a uno mismo. Y es de esta exigencia, hecha desde el ámbito del cuidado (en sentido feminista), de donde surgen propuestas como la ética del cuidado o el ecofeminismo, siendo Puleo y Herrero exponentes en España.
Precisamente en este sentido se han realizado reflexiones desde el grupo de investigación. Por un lado, está la crítica de la ética deontológica de la práctica enfermera: esa que concebiría que el cuidado en la enfermería es un deber, en el sentido de una obligación más que entraña la profesión enfermera, la cual resulta ser una forma más de ganarse la vida casi como cualquier otra. Esta concepción de la enfermería (bajo la que subyace una noción profesionalizante de la misma) nos parece errada, precisamente por lo que conlleva: el olvido de que ella se dedica (o debería dedicarse, más bien) desde el punto de vista de su profesión, al cuidado, concretamente al cuidado de las personas, que es uno muy específico. Esta “ética deontológica”, que impregna todo con “se debe-s”, tiene consecuencias prácticas más graves de lo que en principio pudiera parecer, y la mayor parte de ellas se dan en cualquier ámbito formativo y sanitario: docente, asistencial, hospitalario... Pero todas tienen el elemento común de que la persona y sus necesidades pasan a un segundo plano y, en lugar de ser el elemento fundamental y dador de sentido de la actividad enfermera (y sanitaria en general), llega a ser concebido como un elemento lateral con el que debería lidiarse por obligación, una molestia para el “profesional” de la enfermería.
A este respecto podríamos citar la labor de análisis que hemos realizado de los textos de ciertos fenómenos que comenzaron como cuentas en redes sociales y han pasado a ser best sellers, y que pretenden retratar lo que es el día a día de la profesión enfermera, dándole, además, un toque de humor. Nuestro proceder analítico ante ellos, tal y como se expuso en la conferencia pre-congresual del Grupo MISKC del año 2017 (“Del logos al lego”), fue tratarlos como productos culturales: es decir, el análisis no se centró en la veracidad o no de lo expuesto en el texto (pues de esto, además, puedan decir más los propios profesionales de la enfermería), sino que el punto de mira fue la imagen que estos textos daban de la práctica enfermera como productos objetivos. El resultado fue el que fue: lo que se podía percibir era que la persona, entendida meramente como un paciente, era concebido como un incordio, una molestia para la labor del profesional en enfermería, que no hacía más que quejarse por sus males o pedir que le dejasen dormir y que le tratasen bien. Esta actitud de la enfermera, alejada del cuidado y del compromiso, se puede resumir como: “¡Ni que esto fuese un hotel!”. En este punto nos topamos, de nuevo, con un aspecto al que antes hemos aludido: a saber, con la “humanización del cuidado”, expresión harto repetida por muchos sectores políticos de esta disciplina (y de otras) y que apunta hacia propuestas institucionales (clínicas y de investigación) tan revolucionarias como que “hay que dejar dormir al paciente por la noche” (27). La pregunta que nos surge en este punto, tanto a enfermeros como a filósofos, es bastante sencilla: ¿qué se estaba haciendo hasta ese momento? ¿cómo era (o es) el cuidado si ahora hay que humanizarlo? Tras esta cuestión, subdividida en dos, surgió otra: ¿qué le está pasando a nuestra sociedad para que se deban financiar políticas que desde una ética del cuidado y del compromiso deberían ser implícitas?
En fin, como se ha podido apreciar, este péndulo que va del cuidado a la filosofía y de ésta a aquel no para de oscilar. Hemos visto cómo los griegos le dieron el primer impulso y desde entonces, con cada oscilación, no han hecho sino brotar reflexiones: las de Heidegger, las de Marx sobre las necesidades, las de la propia práctica y teoría enfermera, las que conciernen al compromiso y la persona, las feministas… Más idas y venidas se esperan y con ellas más y más reflexiones: de una disciplina que nace a otra por la que dicen que doblan las campanas; de una que, sintiéndose discípula, es maestra, a otra que se piensa maestra y es discípula.
REFERENCIAS
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